viernes, 10 de julio de 2009

CAPITULO 2


Cuando a Marcelino le faltaba muy poco para cumplir cinco años, era ya un chico
robusto y avispado que conocía desde muy lejos casi todas las cosas que se movían y aun
las que se estaban bien quietas. Sabía la vida y costumbre de todos los animales del
campo, y no digamos las de los frailes, con cada uno de los cuales tenía un trato especial y
a veces les daba también nombres diferentes. Así, «el Padre» a secas, era para él el padre
Superior; el anciano enfermo era «fray Malo», y el nuevo portero era «fray Puerta», y fray
Bernardo, aquel que propusiera al padre bautizar al niño, fue desde que Marcelino lo supo
«fray Bautizo». Incluso el hermano cocinero fue llamado «fray Papilla», en recuerdo de
las primeras sopas que el niñito recibiera. Los frailes no podían enfadarse con Marcelino
porque no sólo le querían, como ya hemos dicho, sino que recibían gran contento de las
ocurrencias del chico, que celebraban a veces con buenas risotadas. Especialmente el
padre enfermo gustaba de oírse llamar «fray Malo», pues solía decir en su mucha santidad
que él no sólo estaba, sino que era malo y bien malo y que con su dichosa enfermedad
venía a ser como un Judas en la Compañía de Cristo y sus Apóstoles, ya que los frailes
eran doce y él no producía sino trastornos y trabajos a sus compañeros en vez de
ayudarles. («Fray Malo» era como un santo y todos le reverenciaban, e incluso el mismo
padre Superior le consultaba a veces en los casos difíciles.)
Marcelino, fuera del amor de los frailes a Dios Nuestro Señor y de la obediencia y
humildad ante el Superior del convento, era el rey de la casa, de cuyo recinto y contorno
apenas si había salido alguna vez, y siempre más bien con motivo de las pesquisas que los
buenos frailes no se cansaban de hacer respecto de su nacimiento y abandono. Así,
Marcelino, unas veces con unos frailes y otras con otros, había ido conociendo los pueblos
del contorno, con mucha admiración y divertimiento por su parte, pero sin ningún
resultado para lo que importaba, ya que sus padres no aparecían ni nadie daba señales de
haberlos conocido. Los frailes llegaron al convencimiento de que el niño había sido
abandonado a la puerta de su convento por una mujer o un hombre forasteros, que
viajaban y pasaban por allí y quizá pensaron, al no poder criar al niño, que los buenos
franciscanos lo harían por el amor de Dios. Marcelino, pues, se pasaba gran parte del día
solo, jugando y pensando en sus cosas, cuando no ayudando a los frailes en las
pequeñeces que él podía hacer. Fray Bautizo le había construido una pequeña carretilla, y
éste fue el primero y mayor de los juguetes de Marcelino, con el cual sí que ayudaba a
veces en la huerta, transportando ya un melón -no mucho más cabía en la carretilla-, ya un
montoncito de patatas y hasta varios racimos de uvas. Pero los verdaderos juguetes de
Marcelino eran los animales. La vieja cabra que había sido su nodriza era su favorita y a
veces hasta hablaban, a su modo.
-Se me ha vuelto a escapar el sapo, y eso que lo dejé en un bote con agua tapado con
una piedra.
Y la cabra movía filosóficamente su cabeza, muy cerca de la de Marcelino, como
diciendo que también ella lo sentía y que hay que ver las cosas tan raras que pasan con los
sapos.
Con el tiempo, la pequeña huerta de los frailes había llegado a tener tapia. Allí, a
ciertas horas del día, era de ver cómo disfrutaba Marcelino persiguiendo a las lagartijas o
mirándolas sólo moverse tan graciosamente al sol, con sus vivos colores, sus claras
barrigas y sus ojillos de cabeza de alfiler, tan brillantes y perfectos. No siempre Marcelino
era un buen niño y a veces se divertía en partir en dos a una lagartija y quedarse viendo
cómo su cola, separada del resto del cuerpo, seguía moviéndose aún buen rato. Los
vencejos y otros pájaros también le divertían, y había sido adiestrado por el hermano
sacristán -«fray Talán», porque era el que tocaba la campana de la capilla- en la
construcción de lazos y cepos para toda clase de bichos. Las grandes arañas inofensivas de
aquellos parajes, las moscas mismas, los famosos «caballitos del diablo, las mariposas, los
escarabajos, los saltamontes e incluso los alacranes -a los que sabía quitar muy hábilmente
su arpón venenoso- eran sus víctimas o sus capturas preferidas. Una vez le picó un alacrán
y todavía recordaba los terribles dolores sufridos, a pesar de que fray Puerta le había
chupado con su propia boca el veneno del escorpión en la pantorrilla derecha. Desde
entonces les juró venganza en su interior y, habiendo preguntado un día a un labriego que
se llegó al convento a pedir un azadón que precisaba, supo que en aquella comarca había
muchos alacranes y que, como eran tan dañinos, se les solía condenar a morir al sol, al
cual no pueden ver, pues siempre viven entre las plantas y debajo de las piedras, en sitios
frescos y oscuros. A veces, Marcelino, a escondidas de los frailes, salía a cazar alacranes:
levantaba las piedras y hurgaba con su palo entre las plantas de la tapia y, cuando el
asqueroso animal, como un cangrejo extrañamente rubio, salía, le quitaba de un golpe la
bolsa del veneno y luego, con otro palo afilado, lo pinchaba por la mitad del cuerpo y lo
dejaba así atravesado morir al sol. Una buena reprimenda, acompañada de un nada suave
tirón de orejas, le costó alguna de estas hazañas.
Cuando regresaba de sus cacerías, todo el afán de Marcelino era conservar sus
presas, que guardaba en botes con agua si eran ranas o sapos, o en cajas con agujeros si se
trataba de escarabajos o saltamontes. Con gran sorpresa suya, cada mañana, cuando se
despertaba, aparecían vacías las cajas o los botes: los prisioneros habían huido durante la
noche. Siempre ignoró Marcelino que los buenos frailes, que conocían sus malas
costumbres, daban libertad por la noche a los pobres animalitos de Dios mientras él
dormía.
No siempre, sin embargo, era cruel Marcelino con los animales. Más de una vez
había ayudado al viejo «Mochito», el gato del convento, ya casi medio ciego y a falta de
una oreja que perdió cuando joven en terrible batalla con un gran perro, a cazar ratones.
Era aquél un gato que pudiera llamarse vegetariano, pues apenas si la carne entraba en
aquella santa y pobre casa y él comía de lo que hubiera, ya fuesen judías verdes o patatas
con zanahorias.
-No, hombre, por ahí no -le decía Marcelino a «Mochito» cuando andaban juntos de
cacería.
Bien valiéndose de palos o bien de piedras para tapar los agujeros, Marcelino era una
valiosa ayuda para «Mochito» y cuando el ratón quedaba acorralado, Marcelino se
desesperaba de ver al gato tan entretenido y calmoso jugando con el ratoncillo sin hacerle
otra cosa que cortarle el paso o darle de manotadas sin producirle daño alguno.
-Así les haces sufrir más -decía Marcelino, imitando lo que a él le decían los frailes e
interviniendo con su garrote y dejando muerto al ratón de un estacazo-. Ahí le tienes
ahora.
Pero «Mochito» no era partidario de la violencia ni de los espectáculos sangrientos.
Una vez convencido de que el ratón ya no se movía, volvía sus tristes ojos medio ciegos a
Marcelino como diciéndole:
-¿Por qué lo has roto? ¿No has visto que me estaba divirtiendo con él?
A veces los frailes, observando a Marcelino en sus largas charlas consigo mismo o
con los pequeños animalejos del campo, se decían pasmados uno a otros:
-Parece un pequeño San Francisco.
¡Sí, sí, San Francisco! Marcelino era capaz de llevar a una hormiga demasiado
cargada hasta su destino, pero también lo era de cegar con tierra el hormiguero para ver
cómo las hormigas, desorientadas, rompían su orden de trabajo y corrían alocadamente
como si hubieran perdido el camino y no supieran dónde se encontraban.
En sus juegos, Marcelino siempre contaba con un personaje invisible2. Este
personaje era el primer niño que él había visto en su vida. Ocurrió una vez que una familia
que se trasladaba de un pueblo a otro, fue autorizada por el padre Superior a acampar
cerca del convento para poder suministrarse de agua y otras cosas que necesitaba. Iba con
la familia el menor de sus hijos, que se llamaba Manuel, y allí conoció por primera vez
Marcelino a un semejante suyo de parecida edad. No había vuelto a olvidar a aquel niño
con el que apenas si había cambiado algunas palabras durante el juego. Desde entonces,
Manuel estaba siempre a su lado en la imaginación y era tal la realidad con que Marcelino
le veía, con su flequillo rubio sobre los ojos y las respingadas naricillas nada limpias, que
llegaba a decirle:
-Bueno, Manuel, quítate de ahí. ¿No ves que me estás estorbando?
Alguna vez se había preguntado a sí propio Marcelino por su origen y familia; por su
madre y su padre y aun por sus hermanos, como él sabía que los más de los chicos tenían.
Y también había llegado a preguntárselo a más de dos y tres de sus frailes favoritos, sin
obtener otra respuesta que la de la historia de su hallazgo a las puertas del convento o, si
él insistía mucho y particularmente sobre la existencia de su madre, un gesto que se le
antojaba muy vago, acompañado de estas pocas palabras:
-En el cielo, hijo; en el cielo.
Marcelino comprendía que las personas mayores lo saben y lo pueden todo; pero
como era muy observador, también comprendía que las personas mayores, a veces, se
equivocaban. ¿Por qué no podían equivocarse asimismo en aquello de su madre y del
cielo, al cual había mirado tanto por si la veía? Era un chico muy listo Marcelino y, por
haber estado solo la mayor parte de su vida, sabía observar muy bien y así se aprovechaba
de los descuidos de los frailes, bien para coger sin ser visto alguna golosina de la huerta,
pues otras no había en la pobre Comunidad, o bien para hurtarse de algún trabajo que le
hubiera sido encomendado.
En este paraíso que para Marcelino constituían el convento, la huerta y el campo de
alrededor, sólo había un árbol del Bien y del Mala; sólo una prohibición pesaba sobre el
niño y era la de subir las escaleras de la troje y el desván, muy imperfectas y peligrosas de
subir para un pequeño de tan corta edad. Al principio, los buenos frailes le habían
asustado con las ratas que decían había allí por docenas, grandes y negras, de rabo
largísimo, bigotudas y con unos terribles dientes agudos como alfileres. Pero pronto
Marcelino supo más de las ratas que los mismos frailes, y entonces, para contener su
curiosidad, le dijeron que había escondido un hombre muy alto que sin duda le cogería y
se lo llevaría para siempre si le veía'. Con todo, Marcelino miraba melancólicamente
aquellas escaleras prohibidas y no pasaba día sin que se hiciera propósito de subirlas a la
mañana siguiente, cuando los frailes hubieran salido del convento y sólo el cocinero, el
portero y los hermanos de la huerta estuvieran en casa, cada uno distraído con sus
obligaciones. Por unas cosas o por otras, Marcelino no había llegado a realizar su atrevido
proyecto, sobre todo desde que una vez intentó poner pie en el segundo escalón y se oyó
un chirrido de la madera que le puso los pelos de punta al travieso muchacho.
Pensando, pensando, Marcelino llegó a poder redondear su plan: subiría descalzo;
dejaría las sandalias al pie de la escalera y, con un palo, antes de apoyar los pies en los
escalones, los tantearía para ver por dónde sonaban más y por dónde no. Lo difícil era
subir los quince primeros escalones, pues podía ser visto desde abajo por cualquiera; pero
una vez doblado el recodo que hacía la escalera, estaba salvado y podría continuar su
exploración ya sin tantos cuidados.
Como lo pensó lo hizo. Aprovechó una tarde tranquila en que diferentes atenciones
tenían a los frailes dispersos o ausentes. Sólo quedaba un hermano en la huerta, el fraile
encargado de la cocina, o sea fray Papilla, que también hacía de portero por haber salido
fray Puerta, y el anciano fray Malo tendido en su celda. Marcelino se proveyó de un buen
palo, se descalzó como había pensado, y con las sandalias en una mano y el palo en la
otra, echó despacio y con cuidado escaleras arriba. Apoyaba los pies sólo en aquella parte
de los escalones que suponía que no iba a sonar, por haber apoyado antes el palo. Subía
despacio y el corazón le latía terriblemente: sabía que estaba haciendo algo prohibido y,
sin embargo, no era capaz de bajar y cumplir con lo que tenía ordenado. Cuando logró
doblar el recodo de la escalera, respiró más tranquilo. Allá arriba estaban, a su alcance, la
troje y el desván. Pero en este momento se sintió llamar desde la huerta.
-¡Marcelino, Marcelino!
Era la voz del hermano Gil. Seguro que había encontrado un sapo y le llamaba para
que lo cogiese. Marcelino se había detenido muy asustado; pero en seguida comprendió
que tenía tiempo de subir del todo, echar una ojeada y bajar luego hasta la huerta,
haciendo como que no había oído.
«Vamos, Manuel», se dijo.
Siguió, pues, su ascensión y logró llegar arriba del todo. Abrió con cuidado la puerta
de la troje. Aquello era, como él se había imaginado, un paraíso: había leña seca, había
cajones vacíos, picos, palas y cacharros. Era un sitio espléndido para jugar en el invierno,
cuando hacía frío fuera del convento. Después, con todo cuidado, se dirigió a la puerta del
desván. Miró antes por entre las junturas de las maderas y sólo vio mucha oscuridad.
Empujó la puerta y la madera gimió ásperamente. Marcelino continuó empujando y cuan-
do tuvo abierto un buen hueco, metió por allí la cabeza y observó. El desván era más
pequeño que la troje y tenía un ventanillo pequeñísimo cerrado, por el que apenas si entra-
ba luz. Poco a poco, los ojos de Marcelino se fueron acostumbrando a aquella oscuridad y
pudo distinguir los objetos.
Había algunas sillas rotas, mesas, maderos y otros cachivaches, aunque mejor
ordenados que los de la troje. En la pared de la derecha se veía algo así como una
estantería con libros y legajos llenos de polvo; en la de enfrente estaba el ventanillo y
debajo los muebles hacinados. Cuando Marcelino, girando su cabeza con el cuello casi
aprisionado entre la puerta y el quicio, miró a su izquierda, no reconoció al pronto lo que
había; pero, poco a poco, fue viendo algo así como la figura de un hombre altísimo, medio
desnudo, con los brazos abiertos y la cabeza vuelta hacia él. El hombre parecía mirarle y
Marcelino estuvo a punto de soltar un grito de terror. ¡Luego no le habían engañado los
frailes! ¡Luego había allí un hombre que, a lo mejor, se lo llevaba para siempre!
Marcelino sacó la cabeza de un tirón, no sin arañarse una oreja con la puerta, y cerró de
golpe. Descalzo y sin acordarse del palo, de Manuel ni del ruido que podría hacer, bajó
alocadamente las escaleras. Cuando salió al pasillo y más tarde al campo, se dejó caer
junto a un árbol.
Había pasado un susto horrible. Era verdad; había un hombre espantosos en el
desván. Se puso las sandalias y echó a andar hacia la huerta, temblando todavía.
De todos modos, aquel hombre que había visto era un personaje más en el cual
pensar a todas horas; pero, eso sí, sin poder hablar a nadie de él. Los frailes le castigarían
y él comprendía que esta vez harían bien.

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