
Hace casi cien años, tres franciscanos pidieron permiso al señor alcalde de un
pequeño pueblecito para que les dejase habitar, por caridad, unas antiguas ruinas que
estaban abandonadas a unas dos leguas del pueblo, en terrenos de los cuales era
propietario el municipio. El alcalde, hombre piadoso, accedió a ello por su propia cuenta,
sin consultar para nada con los concejales. Partieron los frailes no sin bendecir a su
bienhechor, y, llegados a las ruinas que ya conocían, se pusieron a cavilar sobre cómo
hacer allí en seguida un refugio para pasar la noche.
El lugar correspondía a una granja desde la cual, en otros tiempos, trataron los
vecinos de aquel pueblo de hacer frente a los franceses, cuando éstos invadieron España
allá por mil ochocientos y pico', o por lo menos desviarlos para evitar la ruina del pueblo.
Entre los frailes había uno joven que era muy dispuesto e ingenioso y en seguida vio por
dónde había que comenzar: estaban por allí las grandes piedras que sirvieran a la
construcción del primitivo edificio, aunque no todas enteras. Había árboles cerca para
hacer madera y corría por no muy lejos un riachuelo que les prometía a los pobrecillos
frailes no morir de la sed. Mas como el día iba muy avanzado, a pesar de que salieran del
pueblo antes del amanecer -venía uno viejo con ellos, de paso muy vacilante-, pensó el
buen fraile en comenzar por el principio, con lo que, buscando unos palos y armando
sobre ellos la vieja manta que traían, arregló entre las piedras un pequeño espacio cubierto
y, encendiendo luego fuego, instaló al viejo y envió al otro por agua al arroyo, mientras él
mismo asaba a la lumbre unas patatas que cierta buena mujer les diera como limosna.
Cumplidos los rezos, hecha la parca cena y venida la noche, diéronse al sueño los tres
frailes y a la mañana siguiente, siempre dirigidos por el bien dispuesto, comenzaron su
trabajo.
Así se inició la reconstrucción de aquel edificio aislado y cincuenta años más tarde,
cuando nosotros entramos en él, ha variado ya mucho. Es una construcción tosca y muy
simple, pero parece segura y a veces ha brindado refugio a caminantes y pastores durante
las tormentas. Tiene una planta baja grande y otra pequeña encima; a las espaldas de la
casa, encerrada en un recinto de piedras, está la huerta, que suministra a los frailes parte
de su alimento. En la planta baja están la pequeña capilla de la Comunidad, las celdas, el
refectorio y la cocina con su despensa; arriba hay otras celdas y una troje grande, donde
suelen guardarse las cosas de mucho bulto y de uso menos frecuente, y a su derecha, al pie
mismo de la vieja y carcomida escalera que allí sube, hay un pequeño desván que recibe
luz del exterior por un estrecho ventanillo.
Ya no son tres los frailes, sino doce. De aquellos tres primeros murieron dos, y uno,
muy viejo y enfermo, es aquel tan dispuesto que conocimos joven y emprendedor. Los
frailes tienen su cementerio al fondo de la huerta y viven para sus rezos y trabajos y son
muy útiles en el contorno porque, como hay entre ellos cuatro o cinco padres, pueden
decir misa los domingos y fiestas en los caseríos y poblados de los alrededores que
carecen de sacerdote; pueden bautizar a los que nacen y casar a los jóvenes y enterrar a los
viejos cuando mueren, y sacar alguna imagen en procesión los días señalados y dar a
todos consejo, confesión y consuelo. Siguen viviendo de limosna y a poco estuvo hace
unos años que no los perdiéramos de vista para siempre, pues el alcalde aquel murió bien
pronto y el nuevo se llegó un día en su burra hasta el conventillo para preguntar a los
frailes con qué derecho estaban allí. Pero como ellos le respondieran con dulzura y gran
humildad diciéndole que si era preciso abandonarían al punto aquella casa por ellos
construida donde no había más que ruinas, y como algunos sin tardanza trataran de
ponerse ya mismo en camino, el alcalde volvióse atrás y les dijo que aún podían quedarse
algún tiempo. Años después también este alcalde murió, y el nuevo, que era nieto de aquel
primero, consolidó lo que su abuelo hiciera y logró que, los concejales aprobasen la cesión
temporal, y por caridad dejó aquel lugar a los frailes. Cada diez años, la Comunidad tenía
la obligación de renovar el permiso y fueron tantos sus beneficios en los pueblos de por
allí cerca que una vez le comunicaron en el Ayuntamiento al padre Superior que habían
decidido regalarles para siempre el terreno y la edificación que habitaban. A lo que el
Superior respondió complacida y firmemente que ése sería el mejor camino para hacerles
abandonar la casa, ya que ellos no podían tener nada de su propiedad y sólo vivían de
limosna.
El trabajo y el amor que los frailes ponían en todo hizo que al cabo del tiempo su
convento pareciese un edificio no solamente sólido, sino incluso bello: con el agua cerca,
los frailecicos se dieron trazas de hacer brotar algunos árboles y plantas y flores y tenían
la huerta bien cuidada y todo por allí muy limpio y ordenado. Para entonces, y estaba a
punto de nacer el siglo en que vivimos, ocurrió que una mañanita, cuando los gallos aún
dormían, oyó el hermano portero una especie de llanto al pie de la puerta, que estaba sólo
entornada. Escuchó mejor y acabó por salir a ver qué era lo que se oía. Allá lejos, por
Oriente, parecía querer clarear el día; pero aún era de noche. Anduvo el hermano unos
pocos pasos, guiado por aquel soniquete, cuando vio algo así como un bulto de ropa que
se movía. Se acercó; de allí salían los ruidillos, que no eran otros que los producidos por
el llanto de un niño recién nacido que alguien había abandonado hacía unas horas.
Recogió el buen hermano a la criatura y se la entró con él al convento. Por no despertar a
los que dormían, y que tanto menester habían de sueño, pues se acostaban fatigados de
caminar y trabajar, entretuvo al chiquitín como pudo, y no ocurriéndosele nada mejor,
empapó un trozo de tela blanca en agua y se la dio a chupar al mamoncillo, con lo cual
éste pareció conformarse al silencio que se le pedía.
Cantó primero el gallo muy lejos y el hermano, con su rorro en los brazos, oyó al
gato deslizarse afuera silenciosamente como acostumbraba hacer a tal hora para cazar aún
dormidos a quién sabe qué pequeños bichejos. Ya iba a ser la de tocar la campana y de dar
cuenta a los padres de su hallazgo. El chiquitín había cerrado sus ojos y, al calorcillo del
áspero hábito del buen hermano, se había dormido. Menos mal que era la primavera y el
frío había cesado hacía algún tiempo; de lo contrario, el pobre pequeño hubiera corrido el
riesgo de morir helado. Al sonido de la campana, pronto comenzó a escucharse actividad
por todas partes. Cuando el hermano presentó el niño al padre Superior, éste no pudo
disimular su sorpresa y con él los demás padres y luego los restantes hermanos, quienes
corrieron todos al lugar donde oían las exclamaciones de asombro. El hermano portero
explicaba y volvía a explicar cómo había ocurrido la cosa y era de ver cómo cada vez los
frailes sonreían y movían sus cabezas con una tierna compasión. El problema era grande,
sin embargo. ¿Qué iban a hacer con el niño los pobres frailes, sin poderlo criar ni apenas
ocuparse de él? El padre Superior dispuso que uno de los que en seguida habría de
ponerse en camino para un pueblo donde tenía que acudir, llevase la criatura y la entregara
a las autoridades. Pero el hermano portero, y alguno de los padres más jóvenes, no ponían
buena cara a tal determinación y fue fray Bernardo el primero que atinó con un obstáculo:
-Padre -díjole al Superior-. ¿Y no debiéramos bautizarlo antes?
Aquella idea tuvo la virtud de detener a todos. Accedió el Superior y determinó que
se retrasara la salida del pequeñín hasta que fuera cristiano por lo menos. Se dirigían a la
pequeña capilla del convento cuando fray Gil detuvo a la comitiva con otra pregunta:
-¿Y qué nombre le pondremos?
Ya varios tenían en los labios el nombre de San Francisco cuando, quizá un poco a la
ligera, el hermano portero se adelantó y dijo:
-¿No le parece a vuestra paternidad que le demos el nombre del santo del día?
Era a fines de abril y correspondía a aquella jornada la fiesta de San Marcelino. Este
fue, pues, el nombre elegido y poco después el nuevo cristiano Marcelino lloraba bajo el
agua del bautismo como antes callara al advertir el rico sabor de la sal. Hízoles gracia a
todos los frailes aquel encuentro y andaban como pesarosos, cuando ya hubieron partido
los que salían más temprano, de tener que desprenderse del niñito que la voluntad de Dios
había dejado a sus puertas. En el huerto, mientras trabajaban dos hermanos, uno se detuvo
de pronto y dijo:
-Yo me encargaría de él si me dejaran.
El otro se echó a reír y le preguntó que cómo pensaba criarle.
-Con la leche de la cabra -repuso el primero prontamente.
No hacía muchos meses, en efecto, que el convento recibiera el regalo de una cabra,
cuya leche se destinaba principalmente al fraile enfermo y viejecito que fundó el
convento.
A todo esto, el padre Superior no había perdido el tiempo y encargó a cada fraile que
allí donde se dirigiera preguntase a quién podría pertenecer el niño y qué es lo que las
autoridades de cada punto podían hacer por él. Trataba el Superior de ceder la criatura en
las mejores condiciones posibles a aquellos que se reconociesen como familiares suyos o
a la autoridad que más garantía ofreciese para su existencia. Con estas y otras cosas se
pasó la mañana y cuando ya el padre Superior había decidido quedarse el niño en casa por
lo menos todo este primer día, hizo, para probar la voluntad de sus frailes, como que
encargaba a uno de llevarlo al pueblo y entonces fueron varios los que humildemente se le
acercaron a rogarle que no lo hiciera así y que lo dejara al menos hasta la mañana
siguiente, ya que por ser muy pasado el mediodía, pudiera enfriarse el pequeñín en el
camino. Gozó mucho el Superior con aquella dulce oposición y accedió a quedarse el
pequeño hasta el nuevo día.
Con la hora del Angelus llegaron los frailes que habían salido temprano y relataron al
padre cuanto les había acontecido y, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo,
movieron la cabeza con desconfianza cuando fueron interrogados sobre la determinación
de las diferentes autoridades a quienes habían informado del caso. Todas las tales habían
dicho que el pueblo era pobre, que allí no se sabía nada de quién hubiera podido
abandonar la criatura y que para encargarse del niño haría falta proporcionar ayuda
económica a la familia que quisiera hacerlo, si es que alguna quería. Todo ello no dejaba
de ser cierto, pues la comarca no era rica y había padecido recientemente una larga sequía
que tenía arruinada a la mayor parte de las familias. Quedó el padre Superior encargado de
realizar una suprema gestión, bien con el alcalde de su mayor confianza o con algunas
familias muy caritativas que conocía, e incluso habló a los hermanos de escribir a alguno
de los conventos que la Orden tenía en las grandes ciudades lejanas. Con todo ello vieron
los buenos frailes que el chico se quedaba de momento en casa y tuvieron muy buena y
callada alegría aquella noche. Marcelino fue encomendado a la vigilancia del hermano
portero y, llegada la hora, todos menos su guardián se dieron al descanso, no sin haber
hecho varias veces el ensayo de la leche de cabra, algo aligerada con agua, y a cuyo sabor
no puso el pequeño reparo alguno.
Así amaneció el siguiente día y habrían de amanecer muchos más, pues pese a los
deseos formales del padre Superior, no se sabía cómo, siempre ocurría algo que impedía la
salida de Marcelino del convento. Unas veces era que algún fraile traía noticia de que
andaba bien encaminada una gestión para que cierta familia se encargase de la criatura;
otras, que algún vecino de los poblados del contorno, enterado por los frailes de la
existencia del niño, se acercaba hasta el convento y con tal pretexto les hacía merced de
algún alimento para ayudarles en la crianza. Por aquellos días enfermó y murió el
hermano portero, no sin haber suplicado antes a los frailes sus hermanos que se quedasen
con el chico para siempre y lo educasen en el santo temor de Dios e hicieran de él un buen
franciscano. En fin, como habían empezado a pasar los días comenzaron a pasar las
semanas y aun los meses, y Marcelino, cada vez más despierto, alegre y hermoso, seguía
en el convento, criado con la leche de la cabra y unas sabrosas papillas inventadas por el
hermano cocinero. Pasado un año, y aprovechando un viaje, el padre Superior logró
autorización del padre provincial, y Marcelino, por así decirlo, ingresó oficialmente en la
Comunidad: ya nadie podría moverle de allí, a no ser sus padres, si alguna vez aparecían.
Creció, pues, el chico y fue la alegría del convento y a veces también el pesar, porque
aunque era bueno como el pan, no siempre sus acciones lo eran, y sus robos de fruta en la
huerta y sus trastadas en la capilla o en la cocina y sus pequeñas enfermedades dieron
buenos quebraderos de cabeza a los pobres frailes. Sin embargo, todos lo querían como a
hijo y hermano al tiempo y el pequeño también les adoraba a ellos a su manera.
pequeño pueblecito para que les dejase habitar, por caridad, unas antiguas ruinas que
estaban abandonadas a unas dos leguas del pueblo, en terrenos de los cuales era
propietario el municipio. El alcalde, hombre piadoso, accedió a ello por su propia cuenta,
sin consultar para nada con los concejales. Partieron los frailes no sin bendecir a su
bienhechor, y, llegados a las ruinas que ya conocían, se pusieron a cavilar sobre cómo
hacer allí en seguida un refugio para pasar la noche.
El lugar correspondía a una granja desde la cual, en otros tiempos, trataron los
vecinos de aquel pueblo de hacer frente a los franceses, cuando éstos invadieron España
allá por mil ochocientos y pico', o por lo menos desviarlos para evitar la ruina del pueblo.
Entre los frailes había uno joven que era muy dispuesto e ingenioso y en seguida vio por
dónde había que comenzar: estaban por allí las grandes piedras que sirvieran a la
construcción del primitivo edificio, aunque no todas enteras. Había árboles cerca para
hacer madera y corría por no muy lejos un riachuelo que les prometía a los pobrecillos
frailes no morir de la sed. Mas como el día iba muy avanzado, a pesar de que salieran del
pueblo antes del amanecer -venía uno viejo con ellos, de paso muy vacilante-, pensó el
buen fraile en comenzar por el principio, con lo que, buscando unos palos y armando
sobre ellos la vieja manta que traían, arregló entre las piedras un pequeño espacio cubierto
y, encendiendo luego fuego, instaló al viejo y envió al otro por agua al arroyo, mientras él
mismo asaba a la lumbre unas patatas que cierta buena mujer les diera como limosna.
Cumplidos los rezos, hecha la parca cena y venida la noche, diéronse al sueño los tres
frailes y a la mañana siguiente, siempre dirigidos por el bien dispuesto, comenzaron su
trabajo.
Así se inició la reconstrucción de aquel edificio aislado y cincuenta años más tarde,
cuando nosotros entramos en él, ha variado ya mucho. Es una construcción tosca y muy
simple, pero parece segura y a veces ha brindado refugio a caminantes y pastores durante
las tormentas. Tiene una planta baja grande y otra pequeña encima; a las espaldas de la
casa, encerrada en un recinto de piedras, está la huerta, que suministra a los frailes parte
de su alimento. En la planta baja están la pequeña capilla de la Comunidad, las celdas, el
refectorio y la cocina con su despensa; arriba hay otras celdas y una troje grande, donde
suelen guardarse las cosas de mucho bulto y de uso menos frecuente, y a su derecha, al pie
mismo de la vieja y carcomida escalera que allí sube, hay un pequeño desván que recibe
luz del exterior por un estrecho ventanillo.
Ya no son tres los frailes, sino doce. De aquellos tres primeros murieron dos, y uno,
muy viejo y enfermo, es aquel tan dispuesto que conocimos joven y emprendedor. Los
frailes tienen su cementerio al fondo de la huerta y viven para sus rezos y trabajos y son
muy útiles en el contorno porque, como hay entre ellos cuatro o cinco padres, pueden
decir misa los domingos y fiestas en los caseríos y poblados de los alrededores que
carecen de sacerdote; pueden bautizar a los que nacen y casar a los jóvenes y enterrar a los
viejos cuando mueren, y sacar alguna imagen en procesión los días señalados y dar a
todos consejo, confesión y consuelo. Siguen viviendo de limosna y a poco estuvo hace
unos años que no los perdiéramos de vista para siempre, pues el alcalde aquel murió bien
pronto y el nuevo se llegó un día en su burra hasta el conventillo para preguntar a los
frailes con qué derecho estaban allí. Pero como ellos le respondieran con dulzura y gran
humildad diciéndole que si era preciso abandonarían al punto aquella casa por ellos
construida donde no había más que ruinas, y como algunos sin tardanza trataran de
ponerse ya mismo en camino, el alcalde volvióse atrás y les dijo que aún podían quedarse
algún tiempo. Años después también este alcalde murió, y el nuevo, que era nieto de aquel
primero, consolidó lo que su abuelo hiciera y logró que, los concejales aprobasen la cesión
temporal, y por caridad dejó aquel lugar a los frailes. Cada diez años, la Comunidad tenía
la obligación de renovar el permiso y fueron tantos sus beneficios en los pueblos de por
allí cerca que una vez le comunicaron en el Ayuntamiento al padre Superior que habían
decidido regalarles para siempre el terreno y la edificación que habitaban. A lo que el
Superior respondió complacida y firmemente que ése sería el mejor camino para hacerles
abandonar la casa, ya que ellos no podían tener nada de su propiedad y sólo vivían de
limosna.
El trabajo y el amor que los frailes ponían en todo hizo que al cabo del tiempo su
convento pareciese un edificio no solamente sólido, sino incluso bello: con el agua cerca,
los frailecicos se dieron trazas de hacer brotar algunos árboles y plantas y flores y tenían
la huerta bien cuidada y todo por allí muy limpio y ordenado. Para entonces, y estaba a
punto de nacer el siglo en que vivimos, ocurrió que una mañanita, cuando los gallos aún
dormían, oyó el hermano portero una especie de llanto al pie de la puerta, que estaba sólo
entornada. Escuchó mejor y acabó por salir a ver qué era lo que se oía. Allá lejos, por
Oriente, parecía querer clarear el día; pero aún era de noche. Anduvo el hermano unos
pocos pasos, guiado por aquel soniquete, cuando vio algo así como un bulto de ropa que
se movía. Se acercó; de allí salían los ruidillos, que no eran otros que los producidos por
el llanto de un niño recién nacido que alguien había abandonado hacía unas horas.
Recogió el buen hermano a la criatura y se la entró con él al convento. Por no despertar a
los que dormían, y que tanto menester habían de sueño, pues se acostaban fatigados de
caminar y trabajar, entretuvo al chiquitín como pudo, y no ocurriéndosele nada mejor,
empapó un trozo de tela blanca en agua y se la dio a chupar al mamoncillo, con lo cual
éste pareció conformarse al silencio que se le pedía.
Cantó primero el gallo muy lejos y el hermano, con su rorro en los brazos, oyó al
gato deslizarse afuera silenciosamente como acostumbraba hacer a tal hora para cazar aún
dormidos a quién sabe qué pequeños bichejos. Ya iba a ser la de tocar la campana y de dar
cuenta a los padres de su hallazgo. El chiquitín había cerrado sus ojos y, al calorcillo del
áspero hábito del buen hermano, se había dormido. Menos mal que era la primavera y el
frío había cesado hacía algún tiempo; de lo contrario, el pobre pequeño hubiera corrido el
riesgo de morir helado. Al sonido de la campana, pronto comenzó a escucharse actividad
por todas partes. Cuando el hermano presentó el niño al padre Superior, éste no pudo
disimular su sorpresa y con él los demás padres y luego los restantes hermanos, quienes
corrieron todos al lugar donde oían las exclamaciones de asombro. El hermano portero
explicaba y volvía a explicar cómo había ocurrido la cosa y era de ver cómo cada vez los
frailes sonreían y movían sus cabezas con una tierna compasión. El problema era grande,
sin embargo. ¿Qué iban a hacer con el niño los pobres frailes, sin poderlo criar ni apenas
ocuparse de él? El padre Superior dispuso que uno de los que en seguida habría de
ponerse en camino para un pueblo donde tenía que acudir, llevase la criatura y la entregara
a las autoridades. Pero el hermano portero, y alguno de los padres más jóvenes, no ponían
buena cara a tal determinación y fue fray Bernardo el primero que atinó con un obstáculo:
-Padre -díjole al Superior-. ¿Y no debiéramos bautizarlo antes?
Aquella idea tuvo la virtud de detener a todos. Accedió el Superior y determinó que
se retrasara la salida del pequeñín hasta que fuera cristiano por lo menos. Se dirigían a la
pequeña capilla del convento cuando fray Gil detuvo a la comitiva con otra pregunta:
-¿Y qué nombre le pondremos?
Ya varios tenían en los labios el nombre de San Francisco cuando, quizá un poco a la
ligera, el hermano portero se adelantó y dijo:
-¿No le parece a vuestra paternidad que le demos el nombre del santo del día?
Era a fines de abril y correspondía a aquella jornada la fiesta de San Marcelino. Este
fue, pues, el nombre elegido y poco después el nuevo cristiano Marcelino lloraba bajo el
agua del bautismo como antes callara al advertir el rico sabor de la sal. Hízoles gracia a
todos los frailes aquel encuentro y andaban como pesarosos, cuando ya hubieron partido
los que salían más temprano, de tener que desprenderse del niñito que la voluntad de Dios
había dejado a sus puertas. En el huerto, mientras trabajaban dos hermanos, uno se detuvo
de pronto y dijo:
-Yo me encargaría de él si me dejaran.
El otro se echó a reír y le preguntó que cómo pensaba criarle.
-Con la leche de la cabra -repuso el primero prontamente.
No hacía muchos meses, en efecto, que el convento recibiera el regalo de una cabra,
cuya leche se destinaba principalmente al fraile enfermo y viejecito que fundó el
convento.
A todo esto, el padre Superior no había perdido el tiempo y encargó a cada fraile que
allí donde se dirigiera preguntase a quién podría pertenecer el niño y qué es lo que las
autoridades de cada punto podían hacer por él. Trataba el Superior de ceder la criatura en
las mejores condiciones posibles a aquellos que se reconociesen como familiares suyos o
a la autoridad que más garantía ofreciese para su existencia. Con estas y otras cosas se
pasó la mañana y cuando ya el padre Superior había decidido quedarse el niño en casa por
lo menos todo este primer día, hizo, para probar la voluntad de sus frailes, como que
encargaba a uno de llevarlo al pueblo y entonces fueron varios los que humildemente se le
acercaron a rogarle que no lo hiciera así y que lo dejara al menos hasta la mañana
siguiente, ya que por ser muy pasado el mediodía, pudiera enfriarse el pequeñín en el
camino. Gozó mucho el Superior con aquella dulce oposición y accedió a quedarse el
pequeño hasta el nuevo día.
Con la hora del Angelus llegaron los frailes que habían salido temprano y relataron al
padre cuanto les había acontecido y, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo,
movieron la cabeza con desconfianza cuando fueron interrogados sobre la determinación
de las diferentes autoridades a quienes habían informado del caso. Todas las tales habían
dicho que el pueblo era pobre, que allí no se sabía nada de quién hubiera podido
abandonar la criatura y que para encargarse del niño haría falta proporcionar ayuda
económica a la familia que quisiera hacerlo, si es que alguna quería. Todo ello no dejaba
de ser cierto, pues la comarca no era rica y había padecido recientemente una larga sequía
que tenía arruinada a la mayor parte de las familias. Quedó el padre Superior encargado de
realizar una suprema gestión, bien con el alcalde de su mayor confianza o con algunas
familias muy caritativas que conocía, e incluso habló a los hermanos de escribir a alguno
de los conventos que la Orden tenía en las grandes ciudades lejanas. Con todo ello vieron
los buenos frailes que el chico se quedaba de momento en casa y tuvieron muy buena y
callada alegría aquella noche. Marcelino fue encomendado a la vigilancia del hermano
portero y, llegada la hora, todos menos su guardián se dieron al descanso, no sin haber
hecho varias veces el ensayo de la leche de cabra, algo aligerada con agua, y a cuyo sabor
no puso el pequeño reparo alguno.
Así amaneció el siguiente día y habrían de amanecer muchos más, pues pese a los
deseos formales del padre Superior, no se sabía cómo, siempre ocurría algo que impedía la
salida de Marcelino del convento. Unas veces era que algún fraile traía noticia de que
andaba bien encaminada una gestión para que cierta familia se encargase de la criatura;
otras, que algún vecino de los poblados del contorno, enterado por los frailes de la
existencia del niño, se acercaba hasta el convento y con tal pretexto les hacía merced de
algún alimento para ayudarles en la crianza. Por aquellos días enfermó y murió el
hermano portero, no sin haber suplicado antes a los frailes sus hermanos que se quedasen
con el chico para siempre y lo educasen en el santo temor de Dios e hicieran de él un buen
franciscano. En fin, como habían empezado a pasar los días comenzaron a pasar las
semanas y aun los meses, y Marcelino, cada vez más despierto, alegre y hermoso, seguía
en el convento, criado con la leche de la cabra y unas sabrosas papillas inventadas por el
hermano cocinero. Pasado un año, y aprovechando un viaje, el padre Superior logró
autorización del padre provincial, y Marcelino, por así decirlo, ingresó oficialmente en la
Comunidad: ya nadie podría moverle de allí, a no ser sus padres, si alguna vez aparecían.
Creció, pues, el chico y fue la alegría del convento y a veces también el pesar, porque
aunque era bueno como el pan, no siempre sus acciones lo eran, y sus robos de fruta en la
huerta y sus trastadas en la capilla o en la cocina y sus pequeñas enfermedades dieron
buenos quebraderos de cabeza a los pobres frailes. Sin embargo, todos lo querían como a
hijo y hermano al tiempo y el pequeño también les adoraba a ellos a su manera.
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