
Marcelino andaba aquellos días como dormido en su propia felicidad. Dijérase que
no recordaba nada y que viviera embebido en sus pensamientos. Ni los bichos, ni sus
viejos amigos los frailes, ni siquiera la cabra que fuera su nodriza y que en estos días
agonizaba de puro vieja en el corral, ni las tormentas que menudeaban ahora sobre el
convento, ni nada, le distraía de su amistad con el Hombre del desván, de sus
conversaciones y de su nueva afición a visitar la capilla y quedarse allí realmente dormido
mientras contemplaba el crucifijo del cuadro de pintura de San Francisco, hasta el punto
de que alguna tarde tuvo que ser transportado a la cama desde allí mismo. El niño entraba
ya en la cocina sin detenerse a pensar en engañar a fray Papilla y delante de sus mismas
narices recogía la ración acostumbrada y subía sus escaleras sin importarle para nada el
ruido, ni tampoco que le pudieran seguir hasta allá arriba.
Aquella tarde, su ofrenda había consistido en lo más corriente y lo que había dado
origen al nombre puesto por Jesús: pan y vino solamente. Jesús descendió como de
costumbre de su cruz y comió y bebió su pan y su vino como siempre y sólo al final, ante
Marcelino embebido en su figura, de la cual no quitaba ojo, pero sin atreverse ya a tocarle
del respeto y amor que le paralizaban, llamó hacia Sí al niño y, tomándole con las manos
por los delgados hombros, le dijo:
-Bien, Marcelino. Has sido un buen muchacho y Yo estoy deseando darte como
premio lo que tú más quieras.
Marcelino le miraba y no sabía cómo responderle. Pero el Señor, que veía dentro de
él lo mismo que ve dentro de nosotros, insistía dulcemente, haciéndole presión con sus
largos dedos:
-Dime: ¿quieres ser fraile como los que te han cuidado? ¿Quieres que vuelva junto a
ti «Mochito», o que no se muera nunca tu cabra? ¿Quieres juguetes como los que tienen
los niños de la ciudad y del pueblo? ¿Quieres, mejor, el caballo de San Francisco?
¿Quieres que venga contigo Manuel?
A todo decía que no Marcelino, con los ojos cada vez más abiertos y sin ver ya al
Señor de lo mucho que lo veía y de lo cerca que lo tenía de sí.
-¿Qué quieres entonces? -le preguntaba el Señor.
Y entonces Marcelino, como si estuviera ausente, pero fijando sus ojos en los del
Señor, dijo:
-Sólo quiero ver a mi madre y también a la Tuya después
El Señor lo atrajo entonces hacia Sí y lo sentó sobre sus rodillas, desnudas y duras.
Después, le puso una mano sobre los ojos y le dijo suavemente:
-Duerme, pues, Marcelino.
En aquel mismo instante, once voces clamaron «¡Milagro!» detrás de la puerta del
desván, sobre la escalera, y la puerta se abrió de golpe y todos los frailes menos fray Malo
irrumpieron en la pequeña estancia en la que apenas si cabían tantos. «¡Milagro,
milagro!», gritaban los frailes y el padre Superior. Pero todo estaba en calma ya y bajo la
luz del ventanillo abierto, aparecían los estantes cubiertos de libros y legajos empolvados,
como siempre; los muebles y maderas hacinadas y el Señor en su Cruz, inmóvil, macilen-
to y agonizante como de costumbre. Sólo Marcelino reposaba entre los brazos del sillón
frailero, dormido al parecer. Cayeron los frailes de rodillas y allí estuvieron tanto tiempo
como fuera posible hasta dar en la cuenta de que Marcelino no despertaba. Acercóse
entonces el padre Superior a él y, tocándole con sus manos, hizo seña a los frailes de que
fueran bajando y dijo nada más:
-El Señor se lo ha llevado consigo, bendito sea el Señor.
Bajaron los frailes a su capilla y allí pasaron la noche, entre lágrimas de alegría, con
el cuerpo de Marcelino extendido sobre las gradas del altar. Frente al altar mayor, los
frailes habían puesto inclinado al gran Crucifijo del desván, que de otra manera no cabía.
Marcelino estaba dormido en el Señor y, seguramente, viendo ya la cara de su madre
desconocida.
Antes del alba, partieron a buen paso hacia los pueblos del contorno los frailes más
jóvenes, para dar cuenta de lo sucedido al vecindario y a la tarde comenzaron a llegar los
primeros carros, con todos los que querían ser testigos de la prueba del milagro. En su
pequeña caja de madera clara, Marcelino, sonriente y sonrosado, dormía. Llegaron y
llegaron carros y caminantes a pie como en romería durante toda la noche; por todos los
pueblos había cundido el rumor del milagro y se conocía ya la dichosa muerte del niño de
los frailes. Aquella misma noche había muerto también la cabra de Marcelino y fray Malo
había sentido tan repentina mejoría sobre sí, que se había hecho conducir a la capilla para
adorar al crucifijo y despedirse de su amigo Marcelino.
-¡Yo viviendo -decía el buen fraile, llorando- y él aquí!
A media mañana se organizó el entierro en forma de procesión. El niño había de ser
enterrado en el cementerio del pueblo más próximo, que era donde estaba empadronado, a
pesar de que los frailes hubieran preferido dejarlo allí con ellos en el pequeño camposanto
de la huerta; pero fue imposible por la ley que imperaba y las propias reglas de la Orden, y
a primera hora de la tarde se puso por fin en camino la gran comitiva, en la cual iban, con
los frailes en procesión, las autoridades de los pueblos y gran parte de sus vecinos, entre
los cuales no faltaba la familia de Manuel con Manuel mismo, quien apenas si recordaba
de aquel niño que sólo una tarde conociera. Del pueblo más rico había enviado su
Ayuntamiento la banda de música, que tocaba una marcha fúnebre muy lenta y tristona y
como a pedazos, de separados que los músicos iban. Por cierto que si Marcelino hubiera
vivido y hubiese asistido a un entierro semejante al suyo, habría reparado en que el
músico que tocaba el bombo de aquella banda era muy delgadito y parecía ir a perder el
equilibrio por el gran peso de su tambor, mientras que el que tocaba el clarinete era un
gordo enorme, que parecía fumar en aquella especie de estrecha boquilla que era en sus
manos la delgada trompeta.
Los frailes entonaban sus cánticos y la banda su marcha fúnebre. Las gentes rezaban
en viva voz y sólo los niños reían y saltaban por el camino, sin darse cuenta de nada.
Hacía una tarde espléndida, de aquellas tardes que le gustaban a Marcelino Pan y Vino
antes de tener su gran Amigo del desván, y los carros y las caballerías seguían a la larga
comitiva de a pie cuando, de improviso, unas caprichosas cabras que por allí pastaban en
rebaño, atraídas seguramente por la música y los cantos, pusiéronse a seguir el entierro y
llegaron con él hasta las puertas del cementerio. Si hubiera podido, también la cabra
nodriza de Marcelino habría estado allí, triscando unas pocas hierbas mientras el cuerpo
del niño descendía sobre la tierra. El cuerpo, digo. Porque el alma había subido ya hacia
su madre, hacia el cielo que tanto decían los frailes, hacia el Señor a quien Marcelino
tantas veces había dado de comer y de beber en el desván.
no recordaba nada y que viviera embebido en sus pensamientos. Ni los bichos, ni sus
viejos amigos los frailes, ni siquiera la cabra que fuera su nodriza y que en estos días
agonizaba de puro vieja en el corral, ni las tormentas que menudeaban ahora sobre el
convento, ni nada, le distraía de su amistad con el Hombre del desván, de sus
conversaciones y de su nueva afición a visitar la capilla y quedarse allí realmente dormido
mientras contemplaba el crucifijo del cuadro de pintura de San Francisco, hasta el punto
de que alguna tarde tuvo que ser transportado a la cama desde allí mismo. El niño entraba
ya en la cocina sin detenerse a pensar en engañar a fray Papilla y delante de sus mismas
narices recogía la ración acostumbrada y subía sus escaleras sin importarle para nada el
ruido, ni tampoco que le pudieran seguir hasta allá arriba.
Aquella tarde, su ofrenda había consistido en lo más corriente y lo que había dado
origen al nombre puesto por Jesús: pan y vino solamente. Jesús descendió como de
costumbre de su cruz y comió y bebió su pan y su vino como siempre y sólo al final, ante
Marcelino embebido en su figura, de la cual no quitaba ojo, pero sin atreverse ya a tocarle
del respeto y amor que le paralizaban, llamó hacia Sí al niño y, tomándole con las manos
por los delgados hombros, le dijo:
-Bien, Marcelino. Has sido un buen muchacho y Yo estoy deseando darte como
premio lo que tú más quieras.
Marcelino le miraba y no sabía cómo responderle. Pero el Señor, que veía dentro de
él lo mismo que ve dentro de nosotros, insistía dulcemente, haciéndole presión con sus
largos dedos:
-Dime: ¿quieres ser fraile como los que te han cuidado? ¿Quieres que vuelva junto a
ti «Mochito», o que no se muera nunca tu cabra? ¿Quieres juguetes como los que tienen
los niños de la ciudad y del pueblo? ¿Quieres, mejor, el caballo de San Francisco?
¿Quieres que venga contigo Manuel?
A todo decía que no Marcelino, con los ojos cada vez más abiertos y sin ver ya al
Señor de lo mucho que lo veía y de lo cerca que lo tenía de sí.
-¿Qué quieres entonces? -le preguntaba el Señor.
Y entonces Marcelino, como si estuviera ausente, pero fijando sus ojos en los del
Señor, dijo:
-Sólo quiero ver a mi madre y también a la Tuya después
El Señor lo atrajo entonces hacia Sí y lo sentó sobre sus rodillas, desnudas y duras.
Después, le puso una mano sobre los ojos y le dijo suavemente:
-Duerme, pues, Marcelino.
En aquel mismo instante, once voces clamaron «¡Milagro!» detrás de la puerta del
desván, sobre la escalera, y la puerta se abrió de golpe y todos los frailes menos fray Malo
irrumpieron en la pequeña estancia en la que apenas si cabían tantos. «¡Milagro,
milagro!», gritaban los frailes y el padre Superior. Pero todo estaba en calma ya y bajo la
luz del ventanillo abierto, aparecían los estantes cubiertos de libros y legajos empolvados,
como siempre; los muebles y maderas hacinadas y el Señor en su Cruz, inmóvil, macilen-
to y agonizante como de costumbre. Sólo Marcelino reposaba entre los brazos del sillón
frailero, dormido al parecer. Cayeron los frailes de rodillas y allí estuvieron tanto tiempo
como fuera posible hasta dar en la cuenta de que Marcelino no despertaba. Acercóse
entonces el padre Superior a él y, tocándole con sus manos, hizo seña a los frailes de que
fueran bajando y dijo nada más:
-El Señor se lo ha llevado consigo, bendito sea el Señor.
Bajaron los frailes a su capilla y allí pasaron la noche, entre lágrimas de alegría, con
el cuerpo de Marcelino extendido sobre las gradas del altar. Frente al altar mayor, los
frailes habían puesto inclinado al gran Crucifijo del desván, que de otra manera no cabía.
Marcelino estaba dormido en el Señor y, seguramente, viendo ya la cara de su madre
desconocida.
Antes del alba, partieron a buen paso hacia los pueblos del contorno los frailes más
jóvenes, para dar cuenta de lo sucedido al vecindario y a la tarde comenzaron a llegar los
primeros carros, con todos los que querían ser testigos de la prueba del milagro. En su
pequeña caja de madera clara, Marcelino, sonriente y sonrosado, dormía. Llegaron y
llegaron carros y caminantes a pie como en romería durante toda la noche; por todos los
pueblos había cundido el rumor del milagro y se conocía ya la dichosa muerte del niño de
los frailes. Aquella misma noche había muerto también la cabra de Marcelino y fray Malo
había sentido tan repentina mejoría sobre sí, que se había hecho conducir a la capilla para
adorar al crucifijo y despedirse de su amigo Marcelino.
-¡Yo viviendo -decía el buen fraile, llorando- y él aquí!
A media mañana se organizó el entierro en forma de procesión. El niño había de ser
enterrado en el cementerio del pueblo más próximo, que era donde estaba empadronado, a
pesar de que los frailes hubieran preferido dejarlo allí con ellos en el pequeño camposanto
de la huerta; pero fue imposible por la ley que imperaba y las propias reglas de la Orden, y
a primera hora de la tarde se puso por fin en camino la gran comitiva, en la cual iban, con
los frailes en procesión, las autoridades de los pueblos y gran parte de sus vecinos, entre
los cuales no faltaba la familia de Manuel con Manuel mismo, quien apenas si recordaba
de aquel niño que sólo una tarde conociera. Del pueblo más rico había enviado su
Ayuntamiento la banda de música, que tocaba una marcha fúnebre muy lenta y tristona y
como a pedazos, de separados que los músicos iban. Por cierto que si Marcelino hubiera
vivido y hubiese asistido a un entierro semejante al suyo, habría reparado en que el
músico que tocaba el bombo de aquella banda era muy delgadito y parecía ir a perder el
equilibrio por el gran peso de su tambor, mientras que el que tocaba el clarinete era un
gordo enorme, que parecía fumar en aquella especie de estrecha boquilla que era en sus
manos la delgada trompeta.
Los frailes entonaban sus cánticos y la banda su marcha fúnebre. Las gentes rezaban
en viva voz y sólo los niños reían y saltaban por el camino, sin darse cuenta de nada.
Hacía una tarde espléndida, de aquellas tardes que le gustaban a Marcelino Pan y Vino
antes de tener su gran Amigo del desván, y los carros y las caballerías seguían a la larga
comitiva de a pie cuando, de improviso, unas caprichosas cabras que por allí pastaban en
rebaño, atraídas seguramente por la música y los cantos, pusiéronse a seguir el entierro y
llegaron con él hasta las puertas del cementerio. Si hubiera podido, también la cabra
nodriza de Marcelino habría estado allí, triscando unas pocas hierbas mientras el cuerpo
del niño descendía sobre la tierra. El cuerpo, digo. Porque el alma había subido ya hacia
su madre, hacia el cielo que tanto decían los frailes, hacia el Señor a quien Marcelino
tantas veces había dado de comer y de beber en el desván.
FIN